Jurassic World: El renacer: entre la simple clonación y la aberración genética (**)

<p>La fascinación por los dinosaurios es, como sabrá la gente con hijos, estacional. Llega de improviso, se exacerba hasta el sarpullido, y, con la misma facilidad con la que lo ocupó todo (desde el papel pintado a la ropa interior), desaparece ante el meteorito de la pubertad. Y vuelta a empezar con el siguiente hijo. Dos veces hasta la fecha, la propia saga jurásica ideada por Spielberg en 1993 ha vivido este mismo ciclo de la vida, llamémoslo así. La primera trilogía se estrelló contra una tercera entrega que, pese a la espectacularidad y tamaño de las criaturas, apenas llegaba a miniatura del impulso original. La segunda fase —cuya mejor y más arriesgada entrega la firmó J.A. Bayona— directamente se dio de bruces contra la ya agotada (y algo cretácica) vis cómica de su protagonista Chris Pratt. Y ahora llega el tercer renacimiento que directamente opta por el camino de en medio: una trama de aventura clásica al servicio de un desarrollo tan exageradamente hormonado que <strong>no queda claro si se trata de una simple clonación de lo mejor de la serie o de tan solo una aberración genética. O las dos cosas.</strong></p>

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 El nuevo empeño de reflotar la saga se esfuerza en replicar las virtudes del clásico en un exagerado, y disfrutable a ratos, recital de lo mismo  

La fascinación por los dinosaurios es, como sabrá la gente con hijos, estacional. Llega de improviso, se exacerba hasta el sarpullido, y, con la misma facilidad con la que lo ocupó todo (desde el papel pintado a la ropa interior), desaparece ante el meteorito de la pubertad. Y vuelta a empezar con el siguiente hijo. Dos veces hasta la fecha, la propia saga jurásica ideada por Spielberg en 1993 ha vivido este mismo ciclo de la vida, llamémoslo así. La primera trilogía se estrelló contra una tercera entrega que, pese a la espectacularidad y tamaño de las criaturas, apenas llegaba a miniatura del impulso original. La segunda fase —cuya mejor y más arriesgada entrega la firmó J.A. Bayona— directamente se dio de bruces contra la ya agotada (y algo cretácica) vis cómica de su protagonista Chris Pratt. Y ahora llega el tercer renacimiento que directamente opta por el camino de en medio: una trama de aventura clásica al servicio de un desarrollo tan exageradamente hormonado que no queda claro si se trata de una simple clonación de lo mejor de la serie o de tan solo una aberración genética. O las dos cosas.

Gareth Edwards, al que debemos hallazgos como Monsters o maravillas como Rogue One: Una historia de Star Wars, es un director brillante y con facilidad para las metáforas. Y él mismo da una gráfica respuesta a la paradoja de arriba, que bien podríamos describir como clasicismo aberrante. La gran sorpresa es que la criatura estrella de su película ni siquiera es un dinosaurio (y no hacemos spoiler, puesto que está en el preámbulo de todo); es, en sentido estricto, otro (cosa de los cruces de ADN más que del existencialismo). Sí, se mueve, amenaza y ruge como los saurios gigantes de siempre, pero no queda claro si su verdadera filiación es con el Alien de Scott, con la Cosa de Carpenter o con el mismísimo Tiburón que no cesa de Spielberg. Su nombre científico (o casi) es Distortus Rex y, queriendo o no, ofrece una ajustada definición de la propia película. Por lo que tiene de Rex —es decir, lo de siempre— y por lo que ofrece de desproporcionada perversión —es decir, lo de siempre pero muy distorto—.

Sobre el papel, la historia reinicia donde lo dejó la anterior. Los dinosaurios comparten hábitat con el hombre, pero con una precisión. El cambio climático o el cansancio, que todo puede ser, les ha obligado a ocupar una pequeña franja del globo que coincide con el trópico, el equivalente a una sombra para los turistas estén donde estén (excepción hecha de la Puerta del Sol de Madrid). El asunto ahora es que un malvado de farmacéutica (que los hay) encarga a un grupo de aventureros encabezados por la marine Scarlett Johansson y el recién llegado valor al alza Jonathan Bailey (éste en el papel de científico tontorrón pero sexy) que extraigan sangre de los megasaurios más grandes y peligrosos que pueblan la tierra, el mar y el aire para una vacuna muy rentable. Hasta aquí, el sota caballo y rey (heroína, villano y misión imposible) de cualquier aventura familiar que se precie de serlo. No esperen más complicaciones que las made in Spielberg de rigor. Es decir, una familia inocente con niña y adolescente conflictiva que se cuela en el descontrol por puro error (muy de los 80), y una larga serie de desgracias mayúsculas (que si la muerte de un niño, que si la desaparición de un colega de infantería, que si la avaricia del capitalismo…) para fingir, antes que dar, algo de profundidad a una trama demasiado elemental.

Edward se lo juega todo al clasicismo con un toque excéntrico marca de la casa. La idea es hacer mutar el argumento, pero sin que se note. Como ya hiciera Colin Trevorrow en el inicio de la segunda trilogía, el mandato de la franquicia, y de Steven, es volver a los orígenes y limar los muchos desvaríos, incoherencias y despropósitos de la última entrega. El problema es que el regreso es tan cabal, tan de plantilla y tan diseñado para contentar a todos por igual que pese a lo espectacular de la bichada (la muchachada de los bichos), se antoja imposible no preguntarse una y otra vez en cada uno de los sustos si es necesario todo esto, si no se ha visto ya todo y si no es hora de dejar al pobre Tyrannosaurus Rex que devore al prójimo en paz. Y así hasta llegar al momento culmen en el que la supuesta mutación, que en verdad es clonación de lo mismo, muta (valga la remutancia) en simple aberración. No deja de ser simpática la criatura, pero, como diría Gila, en algún momento hay que parar de matar al mismo dinosaurio una y otra vez.

Dirección: Gareth Edwards. Intérpretes: Scarlett Johansson, Mahershala Ali, Jonathan Bailey, Rupert Friend. Duración: 134 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.

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