<p>Fue Coppola el que, en una de sus frases más celebradas, repetidas y poco pudorosas, dijo aquello de que su película <i>Apocalypse now</i> no trataba sobre la guerra sino que era la propia guerra. La sentencia, arrogante como pocas, quería dejar claro que, en ocasiones, ser fiel al objeto representado, en este caso a la peor de las pesadillas, c<strong>oloca al espectador ante la repulsiva paradoja de verse disfrutar del peor de los horrores. </strong>En verdad, eso es lo que hace o, mejor, a lo que aspira el cine de terror: todo su ideario consiste en esencia, como el de la propia religión, en situar al creyente-espectador ante la aceptación cabal y doliente de su propia indefensión. La idea no es otra que enfrentar al que mira (y al que cree) al espectáculo (éste sí radical) de sí mismo, de su vulnerabilidad. No es exactamente gozo lo que se experimenta, pero sí algo parecido al consuelo, que, en esencia, es casi lo mismo.</p>
Alex Garland y el ex combatiente Ray Mendoza escenifican con precisión quirúrgica la brutalidad de un instante de la guerra de Irak entre la fascinación y el horror
Fue Coppola el que, en una de sus frases más celebradas, repetidas y poco pudorosas, dijo aquello de que su película Apocalypse now no trataba sobre la guerra sino que era la propia guerra. La sentencia, arrogante como pocas, quería dejar claro que, en ocasiones, ser fiel al objeto representado, en este caso a la peor de las pesadillas, coloca al espectador ante la repulsiva paradoja de verse disfrutar del peor de los horrores. En verdad, eso es lo que hace o, mejor, a lo que aspira el cine de terror: todo su ideario consiste en esencia, como el de la propia religión, en situar al creyente-espectador ante la aceptación cabal y doliente de su propia indefensión. La idea no es otra que enfrentar al que mira (y al que cree) al espectáculo (éste sí radical) de sí mismo, de su vulnerabilidad. No es exactamente gozo lo que se experimenta, pero sí algo parecido al consuelo, que, en esencia, es casi lo mismo.
Alex Garland propone en Warfare: Tiempo de guerra algo así como la representación cabal, como si fuera en directo, de un fragmento de la guerra. Lo hace de la mano del ex combatiente Ray Mendoza, que hasta firma la película con él y que oficia de consejero y albacea de la veracidad de cada plano. La idea se aproxima bastante a casi más una performance que una película narrativa al uso. Se trata de ofrecer sin sentimentalismos, sin casi trama, sin explicaciones ni contexto, lo que un buen día le sucedió a un grupo de soldados —a un un pelotón de Navy SEALs estadounidenses específicamente— en la guerra de Irak de las armas de destrucción masiva que nunca existieron.
La estrategia, si se quiere, es justo la contraria de todo el cine precedente sobre la misma guerra. Si por algo se ha definido el reflejo en la pantalla de Irak es por la búsqueda desesperada de una historia que contar. No importa la guerra, sino su relato. La propia forma de narrar se ha convertido en protagonista, en actor principal. De Palma echó mano a las grabaciones que los propios soldados hicieron de sus tropelías y luego colgaron el la red para doblar la muñeca a las convenciones narrativas sobre el asunto. Lo hizo en Redacted. Paul Haggis planteó en En el Valle de Elah un drama desde la retaguardia y se detuvo en un ejercicio heurístico en el que la verdad se reconstruía merced a los relatos fragmentados e interesados de las partes. Loach habló en Route Irish de lo que sufren los soldados mercenarios al llegar a casa y Katrhyn Bigelow convirtió el veneno de la adrenalina en el argumento de En tierra hostil. Y así.
Garland y Mendoza van al grano. Sin mediaciones, sin excusas. No es una historia sobre la guerra, es la guerra tal y como la vivieron sus protagonistas rodada con una precisión de cirujano. En una misión de vigilancia en tierra insurgente (habría que ver quién es el que se insurge contra quién), nuestros protagonistas son sorprendidos. Y se defienden. Y matan. Y mueren. En verdad, lo de menos es el qué, sino el cómo. Es decir, la manera exageradamente vívida y realista con la que atacan, matan y mueren. A Garland le entusiasma escupir contradicciones a la cara. Ya en Civil War arrojó al espectador a un paisaje desangrado, ambiguo e hiriente en el que nada se explicaba y sin que quedara claro si se celebraba o denunciaba el asesinato a sangre fría del presidente de un Estado desnortado.
Ahora, en un ejercicio similar, la mirada de la audiencia es colocada ante la incomodidad moral de dar sentido y orden a la brutalidad que con tanto placer (o consuelo, como se quiera) contempla. Resulta imposible no sentirse culpable ante la fascinación y hasta compasión que provoca el ordenado salvajismo de un grupo de soldados entrenado para masacrar gente anónima en un país que desconocen. Digamos que es esa sensación de extrañeza, repulsión y placer, todo a la vez, lo que hace que la propuesta de Garland escueza tanto y a la vez resulte tan irrenunciable. De algún modo, de lo que se trata es de que acabemos por mirar no tanto la pantalla como los mismos párpados, los nuestros; es decir, que nos miremos a nosotros mismos desconcertados y sufriendo no por el destino de los iraquíes invadidos y masacrados sino por la suerte de una perfecta maquinaria de exterminar civiles. Brillante sin duda, aunque duela.
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Dirección: Alex Garland y Ray Mendoza. Intérpretes: D’Pharaoh Woon-A-Tai, Will Poulter, Cosmo Jarvis, Kit Connor. Duración: 95 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.
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