<p>En cualquier obra de arte que se precie lo primero a tener claro es que la ficción es la ficción y la realidad, la realidad. Ése es básicamente el punto de partida de la divertida, algo melancólica y completamente absurda (en el mejor y más disfrutable de los sentidos) <i><strong>El segundo acto</strong></i><strong>, de Quentin Dupieux.</strong> Aunque también es cierto que, en ocasiones, tanto en la vida como en la propia producción que nos ocupa, la ficción apenas alcanza a ser una desleída y algo cursi representación de la realidad, y la realidad, para tener sentido y la podamos reconocer como tal, necesita de una ficción que le dé sentido. Un paso más allá, si damos por bueno que la realidad es lo cierto y la ficción, lo falso, podríamos llegar a colegir que la verdad es en su esencia rigurosamente mentira (de lo contrario, no hay forma de entenderla) y las mentiras (por lo menos, las mejores) son por su naturaleza muy ciertas (de lo contrario no serían creíbles y solo serían sonidos sin sentido). ¿Alguien tiene biodramina?</p>
Quentin Dupieux congrega a lo más granado del firmamento del cine francés y les hace recitar el guion más delirantemente genial de la temporada
En cualquier obra de arte que se precie lo primero a tener claro es que la ficción es la ficción y la realidad, la realidad. Ése es básicamente el punto de partida de la divertida, algo melancólica y completamente absurda (en el mejor y más disfrutable de los sentidos) El segundo acto, de Quentin Dupieux. Aunque también es cierto que, en ocasiones, tanto en la vida como en la propia producción que nos ocupa, la ficción apenas alcanza a ser una desleída y algo cursi representación de la realidad, y la realidad, para tener sentido y la podamos reconocer como tal, necesita de una ficción que le dé sentido. Un paso más allá, si damos por bueno que la realidad es lo cierto y la ficción, lo falso, podríamos llegar a colegir que la verdad es en su esencia rigurosamente mentira (de lo contrario, no hay forma de entenderla) y las mentiras (por lo menos, las mejores) son por su naturaleza muy ciertas (de lo contrario no serían creíbles y solo serían sonidos sin sentido). ¿Alguien tiene biodramina?
El segundo acto arranca con una conversación entre dos amigos. Antes, por decirlo todo, un camarero muy nervioso, abre un restaurante. El primero de los amigos se confiesa harto de su novia y propone a su colega que la seduzca. ¿Le pasa algo? ¿Acaso es fea? ¿No será que él es gay? No, la cosa no va por ahí. La conversación avanza y a medida que se enreda en situaciones cada vez más burdas o delicadas (según desde donde se mire), uno de ellos se detiene, mira a cámara y comenta tajante: «No puedes hablar así o nos cancelan». En ese momento, en un giro no exactamente pirandelliano, aunque un poco sí, los dos, que no son otros que Louis Garrell y el habitual del cine de Dupieux Raphaël Quenard, se confiesan actores de una película, de la película que estamos viendo mientras vemos la película que vemos. Otra biodramina.
En el siguiente acto (es decir, el segundo), la novia de antes aparece con su padre en un coche. Se encaminan al restaurante para que la primera presente al segundo el que es su novio, el novio harto. En un momento dado, el progenitor mira a cámara y protesta de forma grave y también tajante contra la estupidez de todo, de su situación y, más concretamente, de la propia película en la que se encuentran. En efecto, también ellos son actores y se ven en la tesitura de rodar una película independiente y francesa en el más riguroso y francés de los sentidos. Para que no haya dudas (o, mejor, para que haya muchas más dudas), ellos son Léa Seydoux y Vincent Lindon. Es decir, las dos mayores estrellas del cine francés de ahora y de antes haciendo el papel de protagonistas de la más ridículas de las películas francesas de ahora y de antes. Y así.
A continuación, llegarán todos al restaurante y sabremos por fin por qué el camarero del principio estaba tan nervioso: pronto verá cumplido su sueño de aparecer de extra en una película, en una película francesa, claro. Justo entonces asistiremos a la más desternillante (aunque demasiado alargada) secuencia de humor físico de la película y quién sabe si del cine francés en mucho tiempo. Por cierto, el director de este disparate dentro del disparate de Dupieux no es otro que la Inteligencia Artificial de todas las salsas. Brillante.
Dupieux entiende el cine como una forma de intervención casi en tiempo real sobre la realidad y su representación en cualesquiera de sus formas artísticas o imaginarias. A razón de tres películas en el último año, su actividad frenética lo cuestiona todo de manera tan desinhibida como física (su humor es menos intelectual de lo que podría deducirse por el argumento de sus películas). En Yannick colocaba a un espectador de una obra de teatro a reescribir la ridícula y muy mala pieza que veía. En Daaaaaali! ofrecía una versión del pintor catalán que era a la vez una forma de desarmar la propia realidad desde una personalidad inclasificable. Y ahora esto. En todas ellas, sea como sea, lo que cuenta es el cuestionamiento de la expresión artística, la puesta en solfa desde una irrefutable y jovial inteligencia de la realidad misma desde la ficción. O al revés. Hemos llegado.
Dupieux se atreve así, sin amargura y alejando de sí cualquier amago de tono profesoral (o solo moral), a discutir buena parte de lo que representa su oficio y hasta al propio cine en general que, en ocasiones, no queda claro si está ahí como herramienta de emancipación y hasta libertad (¿no quedamos que la cultura era eso?) o simplemente no es más que una liturgia de ademanes repetidos y amparados por asuntos tan sospechosos como el privilegio, el afán de notoriedad o el simple abuso. Tal cual. Pero que nadie se confunda, Dupieux no da lecciones, deja simplemente que sea el cine, como simple gesto, el que dé las explicaciones. Hasta el suicidio si es preciso.
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Dirección: Quentin Dupieux. Intérpretes: Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel, Raphaël Quenard. Duración: 80 minutos. Nacionalidad: Francia.
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